Desde la cárcel blanca
Todavía existen lecturas
que a uno lo conmueven, lo sacuden, y a la vez le permiten disfrutar del
aliento poético que lo impregnan; y esto es lo que me sucedió la primavera
pasada cuando leí las Memorias de un depresión de Joaquíz Díaz publicadas en la Huerta Grande Ensayo,
donde en poco más de cien páginas se narra la peripecia vital de esa cárcel
blanca, como el autor la llama, a la experiencia de la depresión. Este hombre
que es toda una autoridad en lo que se refiere a materia de folklore, fue quién
creó la Fundación que lleva su nombre en el pueblo de Urueña (Valladolid), un
lugar que merece la pena conocer. Pues bien, con un sencillo y corto prólogo de
Andrés Amorós en la presentación se indica por qué escribió este libro: “por un
desahogo, por si a alguien le pudiera servir de alivio o entretenimiento, por expresarse y
comunicarse, las dos funciones básicas que siempre ha tenido la literatura.”
Esta literatura a parte de
valiente y honrada se debería de tener más en cuenta por parte de los
profesionales de la salud mental, en particular los psicólogos clínicos, y por aquellas personas que quieran conocer
los sufrimientos y las zonas oscuras que puede tener casi cualquier vida, y más
si cabe en unos tiempos en los que se vende la felicidad como algo a perseguir
a toda costa.
Pero además, es conveniente
resaltar que en estas memorias se encuentran vertidas verdades de la vida y
sabiduría acerca de cómo paulatinamente Joaquín es capaz de salir de esa
situación- esa prisión imaginaria, esa cárcel blanca- como si nos hablara o
susurrara al oído su día a día, con sus noches y ciertos pormenores además de
narrarnos que le llevó o precipitó a esa situación.
Además de sufrimiento, la
depresión también le trajo algunas ganancias: “durante el largo padecimiento
recuperé el placer de la soledad, seleccioné de forma práctica mis amistades,
rendí culto a la tranquilidad.”
Más que las medicinas, le
han ayudado a curarse los amigos verdaderos: esa mano amiga que sentimos
cercana sin necesidad de palabras. Así pues, la química interpersonal funciona
mejor que la propia química porque somos humanos, demasiados humanos como diría
Nietszche.
Parece ser que de las dos
veces que estuvo deprimido de la primera salió con la lectura y de la segunda
le ayudó mucho también el escribir. El narrar sus sensaciones y recordar
momentos agradables ya vividos le fue devolviendo poco a poco a la realidad. Como en su momento hizo R.
Burton escribiendo su Anatomía de la melancolía allá por 1.621, o William
Styron en Esa visible oscuridad ( 1.985) o Vittorio Gassman en sus Memorias del
sótano (1.990) por citar solo algunos.
A pesar de ser un libro
corto, en él tiene cabida los recuerdos de su niñez que se alternan con acontecimientos
más recientes, así como lo que supuso- evidentemente un antes y un después- la
pérdida en accidente de una amiga, que más bien era un amor no declarado, pero que se cuenta sin
sentimentalismos, más para entender lo que este suceso le ocasión en su vida.
Las descripciones de los
abatimientos se intercalan con ciertas mejorías, y las poesías del autor
permiten dar una mayor visión de por donde transitan sus estados de ánimo y sus
recuerdos. Así dice: “hoy me he levantado tarde. He demorado con delectación la
hora de abandonar la cama y mientras tanto me he entregado a una apacible
duermevela entremezclada con algún sueño”. Esto me recordó un episodio de una
novela de Milan Kundera La inmortalidad, donde un personaje llega a decir: “el
magnífico vaivén entre la vigilia y el sueño que por sí mismo ya es causa
suficiente para que el hombre no lamente haber nacido”.Casi nada.
Este es un testimonio de
cómo un hombre está desvinculado del mundo y focalizado en sí mismo, de ahí esa
naturaleza paradójica de la tristeza: una emoción que nos vincula con el mundo
y al mismo tiempo nos separa. Y el verdadero mérito está en contarlo de una
forma honesta y a la vez humanamente compresible para todo el común de los
mortales.
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