El solitario del desierto
Una temporada
en los cañones
Edward Abbey
Siempre me han interesado
los personajes o personas que huyen de la civilización y acuden a la
naturaleza: las montañas, los mares o los desiertos, para así aprender más de
sí mismos, y mejor si dejan un testimonio de sus experiencias. Y digo
personajes por recordar ahora mismo la excelente película de Sidney Pollack Las
aventuras de Jeremías Johnson de 1.972 sobre la que en su momento reflexioné
sobre ella y escribí al respecto. En ella, el personaje principal interpretado
por Robert Reford huía a las montañas, en busca de una nueva vida y lo único
que sabíamos de él, era que venía de una guerra y no quería volver a vivir en
una ciudad.
Pues bien, al comenzar a leer
este libro: El solitario del desierto, con subtítulo – una temporada en los
cañones-, es bastante inevitable el que se active todo el gran imaginario que
poseemos de las películas del oeste o de vaqueros; la majestuosidad de los
paisajes semidesérticos y el desierto, pues la narración se desarrolla en el
Gran Cañón del Colorado, en la esquina donde confluyen los estados de Wyoming,
Utah y Colorado, y es que el autor trabaja como guarda del servicio nacional de
parques en el Monumento Nacional de los Arcos ( 1.956-1.957) que llevará a repetir la experiencia en los
parques nacionales de Casa Grande (1.958-1.959), Canyonlands (1.965) Everglandes (1.965- 1.966), Lees Ferry (
1.967) y Araviapa (1.972-1.974).
Este hombre es el autor de
la novela El vaquero valiente (1.956), que fue llevada posteriormente al cine,
bajo el título “Los valientes andan solos” en 1.962 donde el papel protagonista
lo interpreta Kirk Douglas, que por cierto acaba de cumplir los 100 años y es
una auténtica leyenda viva del mundo clásico del cine. Pero volviendo a este
texto, lo que nos narra E. Abbey con una prosa entre irónica y amarga, es su
trabajo y su día a día, deteniéndose a contemplar la luz del desierto, los
magníficos atardeceres y las variaciones de intensidad de la luz, así como la
vegetación, con un conocimiento de plantas bastante sorprendente y con todos
los sentidos a pleno rendimiento. Pero además, describe la vida que impone el
desierto donde según sus propias palabras: “ el tiempo pasaba con una lentitud
extrema, como debería pasar el tiempo, con los días estirándose, largos,
espaciosos y libres como los veranos de la infancia.”
Si hay un color que baña
suavemente el libro y lo dota de profundidad, es el misticismo que lo va
salpicando aquí y allá como las gotas de una tormenta golpean al polvo: “sueño
con un misticismo duro y brutal en el que el yo desnudo se funda con un mundo
no humano y sobreviva, sin embargo, de algún modo intacto, individual,
indiferenciado. Paradoja y lecho de roca”.
De todas las excursiones
que realiza a través de este vasto territorio, hay un capítulo dedicado a
Havasu, una región de los indios havasupai, donde experimenta un mayor
aislamiento y al que llama el Edén, de cataratas y huertos de cactus donde se
dedica a no hacer absolutamente nada, solo contemplar y pasear. Es donde la
narración gira hacia la búsqueda: “me volví nativo y me pasé días soñando en la
orilla de las cataratas, y vagué desnudo como Adán bajo los álamos. Los días se
volvieron salvajes, extraños, ambiguos, un elemento siniestro empapó el fluir
del tiempo. Viví horas narcóticas en las que como el taoísta Chuang-Tse me
preocupé por las mariposas y por quién estaba soñando qué. Me deslicé por
grados de lo lunático, yo y la luna, y perdí hasta cierto punto, la capacidad
de distinguir entre lo que era yo mismo y lo que no: mirando mi mano, veía una
hoja temblando en una rama. Una hoja verde. Pensaba en Debussy, en Keats y
Blake y Andrew Marwell. Recordé a Tom O Bedlam . Y todos aquellos perdidos y
nunca recordados. Daba paseos… daba paseos y en uno de ellos, el último que dí
en Havasu recuperé lo que parecía estar desaparecido.”
Hay quien afirma que este
libro en definitiva es como un rezo, y que la espiritualidad que lo atraviesa
es muy sincera y rudimentaria. Yo lo constato, pero entre la variedad de
sabiduría que destila está el ser escrito en 1.968, la época en la que los
estudiantes se reunían en Woodstcok y que comenzaba el debate conservacionista,
sin embargo E. Abbey aquí ya había vaticinado lo que vendría, el debate sobre
los parques nacionales y el turismo, y así en septiembre del presente año la
revista National Geografhic titula un artículo: El gran Cañón amenazado por el
turismo y el desarrollo. Así que 48 años después de la publicación de este
libro y planteándose Abbey las serias amenazas que veía para un entorno tan
especial el debate continúa y acertó en
conocer las verdaderas amenazas: el crecimiento , el desarrollo y los intereses
económicos. Precisamente titula un capítulo: polémica: el turismo industrial y
los parques nacionales, donde dice: “estamos preocupados por el tiempo. Si
pudiésemos amar el espacio tan profundamente como nos obsesionamos ahora con el
tiempo, podríamos descubrir un nuevo significado de la expresión vivir como
hombres.” Una frase verdadera como la que tuvo Teddy Roosevelt cuando visitando
en 1.903 el Gran Cañón dijo: “dejémoslo como está. El tiempo ha hecho aquí su
trabajo, y el hombre sólo puede estropearlo.”
Además, aquí tiene cabida
hablar de los indios navajos y de las problemáticas que tenían en aquella época
para poder medio integrase en una sociedad consumista. Los puntos de vista que
sostiene son de gran interés.
Ninguna parte del libro
carece de interés, pasando por la época en la que existieron minas de uranio,
hasta un suceso trágico que más bien parece sacado de una novela negra, pero
sin dosis de morbo, sólo mostrado la dureza del entorno y las bajas pasiones
humanas. Pasando por un encuentro de lo más curioso con un caballo solitario.
Pero donde gana intensidad el texto es en la narración de cómo puede ser el
calor del mediodía. “La hora del mediodía aquí es como una droga. La luz es
psicodélica, el seco aire eléctrico narcótico. Para mi el desierto es
estimulante, excitante, exigente, no siento ninguna tentación de dormir o de
relajarme en sueños ocultos, sino más bien el efecto opuesto y agudiza y
potencia la visión, el tacto, el oído, el gusto y el olfato. Cada piedra, cada
planta, cada gramo de arena existe en sí mismo y para sí mismo con una claridad
que ninguna sugerencia de un reino diferente oscurece. Solo la luz del sol
mantiene las cosas juntas. La del mediodía, es la hora crucial: el desierto se
revela desnudo y cruelmente sin más significado que su propia existencia.”
Un libro que posee la misma
textura que la película de Sam Peckinpah La balada de Cable Hogue probablemente
su obra maestra. Una vida tan marcadamente agreste y tan a la altura del
desierto que tanto amaba, que a la hora
de morir pidió ser metido tan solo en un saco de dormir y enterrado al pie de
un enebro ( del que tanto le gustaba el olor que desprendía cuando lo quemaba
en las hogueras ) al que su cuerpo serviría de alimento. Fue su última
transgresión humana. Así pues, todas las mañanas, el sol y el enebro se
saludaran a través del negro vacío de ciento cincuenta millones de kilómetros.
Este precioso texto precisa del complemento de algún paisaje dibujado que tu ya sabes...
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