viernes, 25 de agosto de 2017



                      Desde la cárcel blanca


Todavía existen lecturas que a uno lo conmueven, lo sacuden, y a la vez le permiten disfrutar del aliento poético que lo impregnan; y esto es lo que me sucedió la primavera pasada cuando leí las Memorias de un depresión de Joaquíz  Díaz publicadas en la Huerta Grande Ensayo, donde en poco más de cien páginas se narra la peripecia vital de esa cárcel blanca, como el autor la llama, a la experiencia de la depresión. Este hombre que es toda una autoridad en lo que se refiere a materia de folklore, fue quién creó la Fundación que lleva su nombre en el pueblo de Urueña (Valladolid), un lugar que merece la pena conocer. Pues bien, con un sencillo y corto prólogo de Andrés Amorós en la presentación se indica por qué escribió este libro: “por un desahogo, por si a alguien le pudiera servir de  alivio o entretenimiento, por expresarse y comunicarse, las dos funciones básicas que siempre ha tenido la literatura.”
Esta literatura a parte de valiente y honrada se debería de tener más en cuenta por parte de los profesionales de la salud mental, en particular los psicólogos clínicos,  y por aquellas personas que quieran conocer los sufrimientos y las zonas oscuras que puede tener casi cualquier vida, y más si cabe en unos tiempos en los que se vende la felicidad como algo a perseguir a toda costa.
Pero además, es conveniente resaltar que en estas memorias se encuentran vertidas verdades de la vida y sabiduría acerca de cómo paulatinamente Joaquín es capaz de salir de esa situación- esa prisión imaginaria, esa cárcel blanca- como si nos hablara o susurrara al oído su día a día, con sus noches y ciertos pormenores además de narrarnos que le llevó o precipitó a esa situación.
Además de sufrimiento, la depresión también le trajo algunas ganancias: “durante el largo padecimiento recuperé el placer de la soledad, seleccioné de forma práctica mis amistades, rendí culto a la tranquilidad.”
Más que las medicinas, le han ayudado a curarse los amigos verdaderos: esa mano amiga que sentimos cercana sin necesidad de palabras. Así pues, la química interpersonal funciona mejor que la propia química porque somos humanos, demasiados humanos como diría Nietszche.
Parece ser que de las dos veces que estuvo deprimido de la primera salió con la lectura y de la segunda le ayudó mucho también el escribir. El narrar sus sensaciones y recordar momentos agradables ya vividos le fue devolviendo poco a poco  a la realidad. Como en su momento hizo R. Burton escribiendo su Anatomía de la melancolía allá por 1.621, o William Styron en Esa visible oscuridad ( 1.985) o Vittorio Gassman en sus Memorias del sótano (1.990) por citar solo algunos.
A pesar de ser un libro corto, en él tiene cabida los recuerdos de su niñez que se alternan con acontecimientos más recientes, así como lo que supuso- evidentemente un antes y un después- la pérdida en accidente de una amiga, que más bien era un  amor no declarado, pero que se cuenta sin sentimentalismos, más para entender lo que este suceso le ocasión en su vida.
Las descripciones de los abatimientos se intercalan con ciertas mejorías, y las poesías del autor permiten dar una mayor visión de por donde transitan sus estados de ánimo y sus recuerdos. Así dice: “hoy me he levantado tarde. He demorado con delectación la hora de abandonar la cama y mientras tanto me he entregado a una apacible duermevela entremezclada con algún sueño”. Esto me recordó un episodio de una novela de Milan Kundera La inmortalidad, donde un personaje llega a decir: “el magnífico vaivén entre la vigilia y el sueño que por sí mismo ya es causa suficiente para que el hombre no lamente haber nacido”.Casi nada.
Este es un testimonio de cómo un hombre está desvinculado del mundo y focalizado en sí mismo, de ahí esa naturaleza paradójica de la tristeza: una emoción que nos vincula con el mundo y al mismo tiempo nos separa. Y el verdadero mérito está en contarlo de una forma honesta y a la vez humanamente compresible para todo el común de los mortales.