martes, 16 de diciembre de 2014

              Una temporada en las mazmorras

La publicación de Esa visible oscuridad del año 1.990 coincide en el tiempo con Las memorias del sótano del gran actor Vittorio Gassmann (1.922-2.000), ahora nos situamos en una Europa mediterránea, y así a lo largo de unas doscientas y poco páginas Gassmann describe cómo su crisis le llevó a buscar la ayuda de un psicoanalista y cómo vivenció este proceso. Este hombre a pesar de no ser escritor consigue que la lectura de esta memorias semejen una novela de aventuras, debido en parte a ser una persona de infinita cultura y sabiduría, y también a saber administras ciertas dosis de agudo humor. Incluso a veces, logra mostrase juguetón con el lenguaje, como un niño, pero todo esto no lo realiza por frivolidad sino más bien por su carácter eminentemente creativo.
Si hubiera que establecer alguna similitud entre Styron y Gassmann además del padecimiento sufrido, quizá el que ambos se recuperaron, el que Styron lo sufrió con 60 años y el actor italiano con 69, por lo demás son episodios diametralmente opuestos.
El actor utiliza para redactar sus memorias el seudónimo de Vicenzo que nos desvela en el comienzo, cuando le entrega a su editor un manojo de folios; a partir de ahí, nos adentramos en la vida de un hombre que se niega a aceptar los inevitables signos de la vejez, pero que sin embargo mantiene los fogonazos de un carácter vividor y eminentemente mediterráneo en sus costumbres y en las formas de relación social. Sin embargo, hay descripciones que demuestran como este hombre se iba derrumbando: “ Vicenzo que era el mismísimo paradigma de la comunicación se había roto en su interior, habla pero no comprende”.
Los capítulos a pesar de su brevedad poseen una calidad literaria excelente, y en ellos encontramos desde una curiosa clase de inglés con su hijo Antonio de ocho años, así como los escritos a modo de cuentos o relatos y reflexiones que le envía al psicoanalista, permitiéndose el lujo de enviárselo con las tachaduras pertinentes.
Describe una clase de teatro que el imparte mostrándose más bien poco o nada convencional a la hora de enseñar teatro, y a continuación asistimos a una dura sesión con el psicoanalista donde vemos el otro rostro de la depresión, una ira desatada donde duda que el psicoanálisis le pueda ayudar. Pero como anteriormente dije, también tiene cabida el humor, y donde está el epicentro del mismo es en el capítulo titulado: matar el tiempo, dice así: “ aquel miércoles por la mañana la rata se había apaciguado en los recovecos del corazón. Vicenzo sintió al despertarse un entumecimiento agradable que, sí, participaba de la rabia del siroco al acecho de la jornada, pero que inducía también a agradables disposiciones a la pereza y la distracción”.
Y así con esta actitud Vicenzo acude al instituto donde estudiaba a ver la lista de aprobados y reflexiona: “quizá los años de la escuela habían representado el único período en el que el tiempo estaba completamente ocupado, y el alma satisfecha con las más fútiles distracciones, sin el ansia de encontrase nunca cara a cara con una hora vacía de obligaciones y por consiguiente portadora de la blanca angustia crónica: mantenerse ocupado,  resistir el tiempo que pasa”. Al leer esto inmediatamente acudió el recuerdo del escritor Hermann Hesse (1.877-1.962), quién sufrió de diversas crisis, en la adolescencia y en la mediana edad. Estuvo psicoanalizándose con J. B. Laing uno de los discípulos de Jung y parece ser que esto le influyó decisivamente en su obra Demian ( 1.919). Tuvo un intento de suicidio a los 14 años, y más tarde cumplidos los cuarenta y seis en la crisis anterior a la redacción de El Lobo estepario. Hesse decía que no estaba seguro de sobrevivir a sus conflictos internos, sin embargo consiguió encarar la vejez con cierta dignidad y llegó a reconciliarse con la vida. Se puede decir que el libro Elogio de la vejez de Hesse, es la antítesis  de Las memorias del sótano de Gasmann.
Sin caer en los fáciles tópicos de la vejez, Hesse describe como la contemplación de la naturaleza, la sabiduría de uno mismo y la experiencia del paso de los años, son las mejores armas que el hombre posee frente al inevitable proceso de envejecer, en definitiva un texto que además de contener poemas de una gran belleza, en manos del malhumorado Gassman quizá le hubiera aportado cierto consuelo.
En las culturas antiguas se sostiene que el hombre no puede alejarse de la naturaleza por que sino enferma, y así hasta el mismo psicoanalista que trabaja con Vicenzo le recomienda: “procure estar en contacto con la vegetación, apoyar la cabeza en un árbol relaja y repone energías”. Esta relación con los árboles es tan lejana que probablemente se pierde en la noche de los tiempos, pero quizá quien más utilizó al árbol con fines terapéuticos fue el gran Franz Anton Mesmer en el siglo XVIII que pretendía curar la melancolía de sus pacientes histéricas. Su procedimiento consistía en atar a un árbol a las pacientes en plena tormenta, a la espera de la caída de un rayo, un electroshock arbóreo que se supone les devolvería la salud. El escritor alemán Peter Sloterdijk lo explica maravillosamente en El árbol mágico.
Pero volviendo nuevamente al periplo vital de Vicenzo; él que se consideraba el paradigma de la comunicación, se había roto en su interior para no comprenderse. Así se describe: “mi inteligencia es una nuez seca, en cuya pulpa hormiguean mil semillas de imbecilidad”. El autoodio, que también plasmo Styron, vuelve a estar presente en el tormento de Vicenzo.
Cuando su estado de salud le permite cierta tregua aprovecha para así evitar caras desconocidas, y a la vez se permite reflexionar sobre las relaciones humanas, llegando a preguntas como: “¿ seguía siendo capaz de conocer de verdad a los demás? Un mundo vacío en el que la abundancia de los muñecos parlantes no mitigaba su desdichada soledad”. La experimentación del vacío, la soledad más abrumadora, así como el sinsentido de la vida son aspectos consustanciales que nutren a la depresión como las miasmas a las aguas pantanosas. Pero además se aburre en las reuniones familiares, le aburren las personas, sus gestos, todo es un aburrimiento cósmico y no pretende acabar con él. Al leer estas páginas, no pude evitar recordar a quién más certeramente diseccionó el aburrimiento, el escritor ruso Joseph Brodsky ( 1940-1996) que impartió una Conferencia de graduación en Darmouth College en el año 1.989 cuyo título: “Elogio del aburrimiento”, constituye toda una declaración de principios acerca de aquello que todo ser humano va a experimentar inevitablemente a lo largo de su vida. El mérito de Brodsky consiste en hablar del aburrimiento a los recién licenciados y filosofar sobre el mismo, “ese Sáhara psicológico que comienza en vuestro dormitorio y no reconoce límites.” “Cuando os golpee el aburrimiento id a por él. Dejad que os inunde; sumergíos, tocad fondo. En una situación desagradable, la regla es tocar fondo cuanto antes para volver con más rapidez a la superficie. De lo que se trata, es de dar un repaso a fondo de lo malo. La razón de que el aburrimiento merezca tal escrutinio es que representa al tiempo en toda su pureza, en todo su repetitivo, superfluo y monótono esplendor. Por decirlo así, el aburrimiento es vuestra ventana al tiempo, a esas características del tiempo que uno tiende a pasar por alto para no poner en peligro su equilibrio mental”. Este Vicenzo en plena crisis existencial se ha asomado al tiempo y ha experimentado el aburrimiento en su totalidad, y no sólo no consigue salir de ese estado, sino que decide instalarse ahí, a sentir la densidad del tiempo como quien observa una ampolla de un reloj de arena y ve la vida vivida y el resto del poco tiempo que le queda.
Así pues, a pesar de haber creado una extensa familia, Vicenzo tiene un conflicto no resuelto con su hija Olivia que vive en los EE.UU y con la que tiene poca relación. La parte final del libro está dedicada a intentar resolver la relación que mantiene con Olivia. Sin embargo, antes de abordar este tema este hombre abrumado de melancolía dedica un capítulo memorable : “anábasis y catábasis” a indagar cómo sería su vida ultramundana. Donde llega a haber hasta un diálogo telefónico entre el analista y los jefes siderales. Y una vez que comienza a imaginar su entierro, al unísono se lamenta de las muchas ocasiones en las que hubiera podido obtener placer de los regalos de la naturaleza, se riñó por haber pasado por alto las albas doradas, las combinaciones de la flora, las caricias del sol y del viento. En definitiva, por no haber saboreado la vida en todas sus variantes y matices.
Una vez narrada y vivenciada esta experiencia ultramunda que raya lo psicótico, Vicenzo se va vivir sólo, cambiando de vida, abandona su familia y se instala en una casa, donde curiosamente el arquitecto que la diseña reproduce la misma forma que la sala de espera de la consulta del psicoanalista. Comienza a escribir un ensayo y come a diario en una tratoria donde se siente como en su segunda casa, al mismo tiempo continúa con su psicoanálisis y así llega un momento en que se considera curado, afirmando: “la palabra es una flecha: síguela y te encontrarás a ti mismo. Ha sido duro pero me he encontrado”.En definitiva, unas memorias realmente conmovedoras.


1 comentario:

  1. Cuantas sugerencias, Eduardo, tanto de autores como de temas: la vejez, la naturaleza, el aburrimiento, la soledad, la memoria, la palabra, el sentido, en suma, de nuestra existencia. Cuantos libros que me gustaría leer. Esta es una entrada para guardar.
    Un abrazo.

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